Rita tardó en terminar una llamada con su esposo y, de repente, escuchó la voz de una mujer en el fondo.

Rita sintió cómo el teléfono vibraba en su mano. La voz de una mujer desconocida, suave pero clara, resonó en el fondo. Apenas un segundo antes, esperaba escuchar la voz familiar de su esposo, pero ahora ese susurro extraño llenaba el silencio.

“¿Dónde estás?”, quería gritar, pero Rita apretó el teléfono con más fuerza, contuvo la respiración y preguntó con la mayor calma posible:

— ¿Dónde estás?

Una risa femenina, breve y nerviosa, atravesó sus nervios como un cuchillo. Sergey permaneció en silencio, y ese silencio hablaba más que cualquier palabra.

Los años de vida matrimonial pasaron rápidamente por su mente: los cafés matutinos, los domingos en familia, las tardes tranquilas. ¿Había sido todo una mentira? En un segundo, el mundo que le resultaba tan familiar comenzó a desmoronarse.

Rita cerró los ojos. La verdad estaba cerca, al alcance de la mano. Solo necesitaba encontrar la fuerza para descubrirla por completo.

Sergey seguía callado. La voz femenina volvió a escucharse, esta vez más suave, más íntima. Rita sintió cómo algo dentro de ella se contraía ante las sospechas que no podía expresar.

— Estoy en el trabajo, — dijo finalmente Sergey, con una calma que sonaba demasiado forzada, demasiado normal.

— ¿Qué es ese ruido? — preguntó Rita, intentando mantener un tono neutral.

Su esposo dudó. El segundo se hizo insoportablemente largo.

— Una reunión, — respondió escuetamente. — Estoy con… colegas.

Pero Rita ya sabía que no era verdad. La risa de aquella mujer, su tono, la calidez de su voz… nada encajaba con un entorno laboral. Su mente comenzó a llenarse de pensamientos: ¿una aventura? ¿una coincidencia? ¿un malentendido?

Decidió actuar con cautela. Lenta y calculadoramente. Sergey no debía sospechar que casi había descubierto su mentira.

Esa noche, Rita mantuvo la calma. La cena, las conversaciones sobre el trabajo, las tareas habituales del hogar… cada uno de sus movimientos era deliberado, cada palabra medida. Sergey no notó nada.

Solo cuando su esposo se quedó dormido, Rita tomó su teléfono. Desde hacía tiempo conocía la clave: el cumpleaños de su hijo. Sus dedos temblaban mientras abría los mensajes.

Lo primero que vio fue un nombre: Angelica. Docenas de mensajes que, con cada día, se volvían más íntimos. Fotos que hablaban más de lo que cualquier palabra podría decir.

Rita los miró y sintió cómo algo dentro de ella se enfriaba. No era ira ni desesperación. Solo una fría y lúgubre paz al comprender finalmente la verdad.

La infidelidad no había sido un accidente. Era una traición calculada que llevaba meses ocurriendo.

Rita dejó el teléfono en su lugar, asegurándose de no hacer ruido ni mostrar su estado. Sergey seguía roncando plácidamente a su lado, sin sospechar nada. Ella clavó las uñas en su palma, conteniendo las emociones que amenazaban con desbordarse.

Por la mañana, todo parecía normal. El desayuno, el café, un beso rápido antes de salir al trabajo. Sergey ni siquiera la miró, perdido en sus pensamientos y en su vida secreta. Rita sonrió, pero ahora su sonrisa era tan afilada como un cuchillo.

Durante todo el día, meditó su plan. ¿Destruir el matrimonio? ¿Perdonarlo? ¿Hacer un escándalo? No, era demasiado simple. Demasiado común para lo que había ocurrido. Decidió actuar de otra manera.

Por la noche, Rita llamó a su amiga Natalia, la única persona en quien podía confiar. Natalia era abogada y sabía manejar estas situaciones.

— Necesito los documentos, — dijo Rita en voz baja. — Todos los documentos sobre nuestra propiedad, ahorros conjuntos.

Natalia entendió de inmediato. La solidaridad entre mujeres es algo poderoso. En dos días, Rita tenía todo lo necesario: copias de contratos, estados de cuenta, documentos de bienes compartidos.

Sergey seguía sin sospechar nada. Continuaba desempeñando el papel de esposo perfecto, enviando mensajes durante el día, llamándola. Cada una de sus llamadas era un cruel recordatorio para Rita.

Finalmente llegó el día en que todo cambiaría.

Rita invitó a Sergey a cenar, eligiendo el mismo restaurante donde habían celebrado su boda diez años atrás. Él, sorprendido, aceptó de buen grado. Tal vez pensó que su esposa solo quería revivir viejos recuerdos.

En la mesa, bajo luces tenues y con música suave de fondo, Rita estaba completamente tranquila. Ordenó su vino favorito y sonrió como lo hacía hace diez años. Sergey se relajó, pensando que todo estaba bien.

— ¿Un brindis? — ofreció él, levantando su copa.

— Por la verdad, — respondió Rita.

En ese instante, Sergey sintió que algo no estaba bien. Su mirada era demasiado tranquila, demasiado cortante.

— Sé lo de Angelica, — dijo ella en voz baja.

Un momento de silencio. Sergey palideció, el vino se detuvo a medio camino de sus labios.

— ¿De qué hablas? — intentó argumentar, pero su voz lo traicionó: se rompió, se volvió áspera.

Rita puso una carpeta frente a él: impresiones de su correspondencia con Angelica, extractos bancarios, copias de contratos. Todas las pruebas de su infidelidad y sus intentos por destruir la vida que compartían.

— Tú decides, — dijo ella. — O nos divorciamos civilizadamente y me das la mitad de todo lo que ganamos juntos, o hago un escándalo que arruinará tu reputación por completo.

Sergey la miró. La mujer con la que había compartido diez años, dándose cuenta de que en realidad nunca la había conocido.

Bajó lentamente la copa. Una gota de vino resbaló por la tela blanca del mantel, dejando una mancha oscura, presagio simbólico de la catástrofe que se avecinaba.

— Rita, puedo explicarlo todo, — comenzó, pero ella lo detuvo con una mirada.

— Ya es tarde para explicaciones, — respondió con frialdad. — Tuviste la oportunidad de ser honesto conmigo hace meses.

El resto del restaurante continuaba como si nada. Pero en su mesa, todo había cambiado. Y Sergey supo que no había vuelta atrás.