En una noche lluviosa, una taxista embarazada decide detenerse para ayudar a un mendigo herido, ofreciéndole un viaje gratuito al hospital. A la mañana siguiente, al despertar, descubre frente a su casa una fila de coches de lujo y a varios hombres vestidos con impecables trajes. Lo que le revelan estos desconocidos podría transformar su vida para siempre.

Cleo llevaba dos años trabajando como taxista, y en ese tiempo había visto de todo. Había escuchado incontables historias, consolado a desconocidos y aprendido a leer a las personas incluso antes de que subieran a su coche.

Conducía por las calles desiertas envueltas en la niebla, mientras el cansancio pesaba sobre su espalda y su bebé no nacido le recordaba su presencia con pequeños golpes en las costillas. Los turnos nocturnos se estaban volviendo insoportables, pero las facturas no esperaban por nadie.

Acariciaba suavemente su barriga y susurraba: «Un poco más, pequeño. Pronto estaremos en casa con Chester». Pensar en su gato naranja, acurrucado en su almohada y dejando su característico rastro de pelo, era su único consuelo.

Aquel pensamiento no tardaba en dar paso al dolor que todavía la acompañaba. Cinco meses atrás, había compartido la noticia de su embarazo con Mark, su esposo, con una felicidad desbordante. Pero en lugar de alegría, descubrió su infidelidad. Días después, Mark la dejó, vació la cuenta conjunta y la abandonó con el peso de criar sola a su hijo.

Una noche, tres semanas antes de dar a luz, Cleo vio a una figura solitaria caminando bajo la lluvia. Desde lejos, parecía herido, tambaleándose con la ropa hecha jirones. Aunque sabía que lo más prudente sería seguir de largo, su instinto le ganó a la precaución.

Bajó la ventanilla y preguntó: «¿Te encuentras bien? ¿Necesitas ayuda?».

El hombre, visiblemente agotado, respondió con voz temblorosa: «Solo quiero llegar a un lugar seguro».

Sin dudarlo, Cleo desbloqueó la puerta trasera y el hombre se desplomó en el asiento. Mientras conducía, notó que un coche los seguía de cerca, y el desconocido le pidió que acelerara. Entre curvas y callejones, logró perder de vista al perseguidor y lo dejó en el hospital, donde él le agradeció con sinceridad. Cleo apenas pensó en lo sucedido; solo quería regresar a casa y descansar.

A la mañana siguiente, fue despertada por el ruido de motores. Al asomarse por la ventana, vio una fila de coches negros aparcados frente a su casa. Un grupo de hombres con trajes elegantes rodeaban su puerta.

Al abrir, un hombre de mediana edad, impecablemente vestido, se presentó como James, jefe de seguridad de la familia Atkinson. «Anoche ayudaste a nuestro hijo Archie», le explicó.

Cleo no entendía de qué hablaba hasta que recordó el nombre: los Atkinson, dueños de un imperio tecnológico. James le explicó que Archie había sido secuestrado tres días atrás y que los captores pedían 50 millones de euros de rescate. Cleo, sin saberlo, había ayudado a escapar al heredero de una de las familias más ricas del país.

Archie apareció para agradecerle personalmente. «Vi una oportunidad de huir y tú fuiste mi salvación. Nunca podré devolverte lo que has hecho por mí», dijo con sinceridad.

El padre de Archie le entregó un sobre. Al abrirlo, Cleo casi perdió el equilibrio al ver el número en el cheque. «Esto es demasiado», murmuró, pero el señor Atkinson insistió: «Es solo un pequeño gesto de agradecimiento. Nadie debería enfrentarse a las dificultades que has pasado, y mucho menos mientras esperas a un hijo».

Con lágrimas en los ojos, Cleo escuchó cómo Archie le ofrecía un puesto liderando un programa de seguridad para la fundación familiar, un proyecto que ayudaría a personas valientes como ella.

Cuando los coches desaparecieron en la distancia, Cleo sintió que un peso enorme se levantaba de sus hombros. Miró su barriga y, acariciándola, susurró: «¿Lo oyes, pequeño? Todo acaba de cambiar, y lo logramos simplemente siendo humanos».