En cuanto a posesiones materiales, jamás me había faltado nada: una extensa finca, coches de ensueño y más dinero del que podría gastar en varias vidas. Sin embargo, cada uno de esos lujos era incapaz de llenar el inmenso vacío que sentía por dentro.
A mis sesenta años, nunca había formado una familia. Las mujeres que pasaron por mi vida parecían motivadas únicamente por el contenido de mi cuenta bancaria y, al llegar a esta edad, me pesaba no haber elegido otro camino. La soledad era mi compañera silenciosa.
Una tarde, mientras conducía por la ciudad intentando ahuyentar aquella sensación familiar de aislamiento, mis ojos se posaron en una mujer escarbando en un contenedor de basura. Su apariencia era la de alguien que ha sufrido mucho: ropa gastada, brazos enjutos, y una determinación casi feroz que me cautivó al instante. Había algo en su manera de moverse, en esa mezcla de fragilidad y fiereza, que encendió en mí una curiosa empatía.
Sin saber bien por qué, detuve el coche y bajé la ventanilla. Ella se percató de mi presencia y me miró con una mezcla de desconfianza y desconcierto. Le pregunté, sin rodeos: «¿Necesita ayuda?» Durante unos segundos creí que saldría corriendo, pero en lugar de eso, se incorporó y se frotó las manos contra sus vaqueros andrajosos. «¿Me está ofreciendo ayuda?»
Salí del coche, aún sorprendido por mi propio impulso. «Parece que sí. ¿Tiene un lugar donde pasar la noche?» Ella negó con la cabeza, tensa, como si mi propuesta fuera un insulto velado. Entonces le hablé de mi casa de invitados, en realidad una zona del garaje habilitada para vivir. «Podría quedarse allí un tiempo, sin condiciones,» añadí, intentando sonar confiable.
Ella me atravesó con la mirada. «No acepto caridad.» Su voz era tan cortante como un cuchillo. Aun así, insistí: «No es caridad, solo un lugar seguro por esta noche.» Tras una pausa que pareció eterna, accedió: «De acuerdo, solo por una noche. Me llamo Lexi.»
El trayecto a mi propiedad transcurrió en un silencio denso. Lexi no cruzó palabra, limitándose a contemplar el paisaje con los brazos cruzados. Al llegar, le mostré el garaje convertido en habitación. Era modesto, pero más cómodo que la calle. «Hay comida en la nevera. Siéntase libre de usar lo que necesite,» le dije. «Gracias,» murmuró antes de cerrar la puerta.
Los días siguientes, Lexi siguió alojada allí. A veces compartíamos la mesa, y en esas conversaciones descubrí en ella un ingenio afilado y una amargura contenida. Con el tiempo, su presencia alivió el eco vacío de mi mansión, y esa conexión improbable me hizo sentir menos solo.
Una noche, mientras cenábamos, Lexi empezó a hablar de su pasado: «Antes era artista. Tenía una galería pequeña, alguna que otra exposición. Pero mi matrimonio se deshizo: mi ex se largó con una mujer más joven, la dejó embarazada y me expulsó de su vida.» Sus palabras estaban cargadas de dolor. Me disculpé por lo que había vivido, sabiendo que nada repararía ese daño.
Aquellas charlas con Lexi se volvieron un bálsamo. Su sarcasmo y humor oscuro quebraban la rigidez de mi hogar, y poco a poco algo dentro de mí se recomponía. Sin embargo, el equilibrio se rompió una tarde. Entré al garaje en busca de una bomba de aire y me encontré con decenas de pinturas. Todas eran de mí, pero no como yo me veía: las imágenes eran siniestras, con versiones encadenadas, sangrando, incluso una en la que aparecía dentro de un ataúd.
El shock me revolvió el estómago. ¿Era así como Lexi me percibía, después de haberla ayudado? Esa noche, durante la cena, no pude fingir normalidad. «Lexi, he visto tus pinturas. ¿Qué significan esas versiones monstruosas de mí?»
La sorpresa en su cara fue evidente. Pálida, balbuceó: «No quería que las vieras.» Insistí, dolido: «¿Me ves como un monstruo? ¿Es eso lo que piensas?» Ella negó con vehemencia: «No es eso. Estaba enfadada con la vida, con todo lo que he perdido. Esas pinturas no iban realmente sobre ti, sino sobre mi propio dolor.» Su explicación no disipó el malestar. Decidí que era hora de que se marchara. «Tienes que irte,» dije con más suavidad de la que sentía.
A la mañana siguiente, la llevé a un refugio para personas sin hogar. El viaje fue breve y frío. Le di algo de dinero antes de que bajara del coche. Lexi lo aceptó con reticencia y se fue sin mirar atrás.
Pasaron semanas y no lograba quitármela de la cabeza. No solo recordaba las inquietantes pinturas, sino también lo que habíamos compartido antes de aquel hallazgo: una calidez que no sentía desde hacía décadas. Entonces, un día recibí un paquete en la puerta. Dentro había otra pintura. Esta vez, el retrato mostraba una imagen serena, casi reconfortante, de mí mismo. Traía una nota con el nombre y el número de Lexi.
El corazón me palpitaba al marcar su teléfono. Cuando respondió, su voz sonaba insegura. «Lexi, he recibido tu pintura. Es preciosa,» dije con sinceridad. «Gracias,» respondió ella casi en un susurro. «Quise darte algo mejor que esas otras imágenes.»
«No me debes nada,» la tranquilicé. «Lamento haberte juzgado tan rápido.» Ella se disculpó también por las pinturas anteriores. «No eran sobre ti, sino mi forma de canalizar la rabia.»
Le propuse volver a empezar, hablar nuevamente, quizás salir a cenar. Hubo un silencio breve antes de su respuesta: «Me gustaría mucho.»
En los días que siguieron supe que Lexi había usado el dinero para comprarse ropa nueva y conseguir un trabajo. Estaba ahorrando para un piso propio. Cuando colgué el teléfono aquella vez, una sonrisa se dibujó en mi rostro. Quizás era el inicio de una etapa distinta, un renacer para los dos, una esperanza inesperada en medio de nuestras vidas llenas de cicatrices.